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Casi tres décadas explorando cometas

2013-11-06T00:00:00 Pedro J. Gutiérrez

Es un “olvido” frecuente pensar que la exploración espacial cometaria comenzó con la visita de la nave Giotto al cometa Halley. Sin embargo, lo cierto es que la primera misión espacial que visitó un cometa, en la que también participó ESRO, germen de la ESA, fue la International Cometary Explorer –ICE- (NASA/ESA). Esta misión era conocida inicialmente como ISEE-3 y tenía como objetivo el estudio de la interacción del viento solar y el campo magnético terrestre. Cuando la misión nominal terminó, la nave fue rebautizada como ICE y se dirigió al encuentro del cometa Halley para estudiar la interacción del viento solar y la coma (la estructura difusa de gas y polvo característica) del cometa. En su camino hacia el Halley, interceptó la órbita del cometa Giacobini-Zinner, atravesó su cola de plasma y pasó, el 11 de septiembre de 1985, a 7.800 kilómetros de su núcleo. Así que la exploración espacial cometaria comenzó entonces y el primer cometa visitado fue el Giacobini-Zinner. Quizás esta misión se olvida porque la nave no proporcionó imágenes (no estaba diseñada para eso), o porque los resultados científicos obtenidos fueron casualmente publicados solo un mes antes de que fueran eclipsados por las espectaculares imágenes que tomó Giotto. Aún así, los datos que obtuvo ICE fueron de extraordinaria importancia. En primer lugar, sus medidas del campo magnético permitieron confirmar la validez del modelo de Biermann y Alfven sobre la formación de las colas de plasma cometarias que suponía, nada más y nada menos, que la comprensión de la naturaleza del viento solar: la dirección de las colas de plasma y las velocidades de los iones que las forman se explican por la interacción de las partículas que forman el viento solar y el campo magnético que estas arrastran con los iones que se encuentran en la coma cometaria. Por otro lado, se comprobó que los componentes mayoritarios del cometa eran iones relacionados con el agua, confirmando la sospecha de que el agua era el principal constituyente en estos cuerpos. Y esos hechos son, a mi modo de ver, una de las principales razones que justifican la exploración del Sistema Solar: la calidad de los datos in situ nos permite contrastar hipótesis y verificar modelos con los que interpretar datos observacionales tomados desde la Tierra que, de otra manera, podrían ser especulativos. Otra de las razones evidentes que, de nuevo en mi opinión, justifican la exploración espacial es, sin duda, el acceso a datos de calidad extraordinaria e información que no se puede obtener de otro modo.

Años 70-80: estado de la cuestión

En los años 70 y 80 del pasado siglo se desconocía la naturaleza de los cometas (y, oigáis lo que oigáis, aún lo sigue siendo, creedme). Había hechos ya firmemente establecidos, como su naturaleza periódica, su pertenencia al Sistema Solar, la presencia de algunos compuestos en las comas y colas y los mecanismos básicos de formación de las colas de polvo. Y, aunque en los años 70 se empezaba a sospechar que el componente volátil mayoritario era el agua, la composición era todavía una cuestión abierta. Lo mismo ocurría con la naturaleza de la fuente de todo el material que se observaba en los cometas –lo que hoy denominamos núcleo–, cuestión en la que convivían dos explicaciones: mientras que el modelo de “banco de arena” sugería que los cometas eran un conglomerado de granos de polvo con material volátil embebido, el modelo de “bola de nieve sucia” planteaba que se trataba de cuerpos sólidos. Esta idea, que finalmente se impuso, fue desarrollada por Fred Whipple en 1950 a partir de una propuesta planteada por Friedrich Bessel un siglo antes: si los cometas fuesen cuerpos sólidos, la expulsión de material desde ellos (que produciría una fuerza similar a la que permite desplazarse a un cohete) explicaría las diferencias entre las órbitas que se observaban y las que tendrían los cometas si solo interviniera el tirón gravitatorio del Sol. La convivencia de ambas hipótesis se debía quizá a que las observaciones de radar de cometas que pasaban cerca de la Tierra permitían ambas interpretaciones: si bien en 1980 se observó en el cometa Encke, por primera vez, el núcleo como un cuerpo sólido compacto, en otros cometas, como en el propio Halley en 1985, la intensidad y la forma espectral del eco recibido correspondían a la reflexión de la señal en una nube de partículas.

Así, pensando que los cometas podrían ser cuerpos sólidos pequeños que, al contener material volátil, presumiblemente tenían un procesado térmico y geológico limitado, se empezó a plantear que podrían ser una fuente valiosa de información para comprender los procesos que tuvieron lugar durante la formación del propio Sistema Solar. Ese era, aproximadamente, el contexto en el que se planearon las misiones espaciales al cometa Halley, cuyo 25 aniversario fue en el pasado mes de marzo.

El cometa Halley

La semana del 13 de marzo de 1986, el cometa Halley fue estudiado in situ por cinco sondas espaciales: la europea Giotto, las soviéticas Vega 1 y Vega 2 y las japonesas Suisei y Sakigake. Estas últimas, diseñadas como el ICE para estudiar la interacción del viento solar con la coma cometaria, confirmaron los resultados obtenidos por ICE en la cola del Giacobini-Zinner. Pero, sin lugar a duda, los datos más espectaculares fueron las imágenes ópticas tomadas por las cámaras a bordo de Giotto. Las imágenes mostraban que el modelo propuesto por Whipple era, esencialmente, correcto: oculto tras la coma, la fuente de todo el material visible era un cuerpo sólido, monolítico e irregular con cráteres y depresiones. Se pudo determinar que la superficie tenía un albedo del 4 %, mucho menor que el de los materiales más oscuros conocidos y similar al del carbón vegetal –el albedo representa la fracción de luz reflejada, magnitud muy valiosa para conocer el balance energético y poder estudiar la evolución térmica cometaria–. Hemos tenido que esperar al Telescopio Espacial Hubble y al desarrollo de complejas técnicas de procesado de imágenes para poder determinar el albedo en otros cometas. Esto se debe a que, cuando el núcleo es accesible desde Tierra, se halla rodeado por la coma y no permite, generalmente, su observación. Cuando no hay coma el cometa está muy alejado del Sol y no puede observarse convencionalmente.

 

En el caso del Halley se pudo determinar el volumen aproximado del cuerpo y, calculando la masa a partir de aceleraciones no gravitacionales, estimaron la densidad, magnitud de importancia fundamental para comprender los procesos de formación de los cometas y del Sistema Solar. Su densidad (entre 200 y 700 kg/m3) indicaba que se trataba de un cuerpo muy poroso, magnitud, de nuevo, fundamental para intentar trazar la evolución cometaria e interpretar las observaciones de elementos volátiles.

Gracias al espectrómetro infrarrojo IKS embarcado en Vega se obtuvo que la temperatura superficial era casi 200 grados superior a la esperada por la sublimación del hielo, lo que indicaba que el núcleo se hallaba cubierto por un manto de material refractario y que confirmaba otra de las hipótesis de Whipple: el gas sublimado arrastraba consigo las partículas de polvo dejando atrás las más pesadas, que quedarían formando un manto aislante; la sublimación ocurría debajo de la superficie y el gas fluía a través de poros. IKS también proporcionó la primera detección de la molécula de dióxido de carbono, estimándose su proporción en un 1 % con respecto a la de agua. Esta última quedaba establecida, definitivamente, como el componente volátil mayoritario.

Los espectrómetros de masas mostraron que la coma presentaba una alta densidad de partículas pequeñas, imposibles de observar desde tierra, lo que permitió establecer en 0,3 la razón polvo-gas, tal y como suponía el modelo de Whipple. Se comprobó además que existían tres tipos de partículas: un tercio estaban constituidas por elementos casi puros de bajo peso atómico (carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno), otro tercio por silicatos y el tercio restante por una mezcla de los dos, con una composición similar a las condritas carbonáceas, un tipo de meteoritos.

Así, la exploración del Halley permitió elaborar el esbozo de lo que son en realidad los cometas, pero quedaba la cuestión de si los resultados obtenidos eran generalizables a otros cometas. Una pregunta que resulta aún más lógica cuando se establecieron las distintas regiones de formación de los cometas: la nube de Oort, de donde presumiblemente procedía el Halley, y el cinturón de Kuiper (“descubierto” entre los años 80 y 90), de donde proceden los cometas de corto periodo como el Borrelly, Tempel 1 o Churyumov-Gerasimenko (imagen pag. contigua).

Nuevo impulso a la exploración

Tras el éxito de las misiones al Halley, la NASA, que había tenido escaso protagonismo en su exploración, tomó el relevo y trece años después del lanzamiento de Giotto, el 24 de octubre de 1998, lanzó la sonda Deep Space 1 al encuentro del cometa Borrelly. Se trataba de una misión esencialmente tecnológica y sus resultados científicos quizás no han tenido la repercusión que merecían. Se buscaba, esencialmente, probar el motor iónico, una nueva tecnología de paneles solares y el sistema de navegación autónoma que posteriormente utilizaría Deep Impact. Incluso los instrumentos científicos eran instrumentos-prueba diseñados, esencialmente, para ahorrar energía y masa. Aún así, y a pesar de varios problemas, DS1 nos proporcionó las imágenes de más alta resolución de un núcleo cometario obtenidas hasta ese momento y, se podría decir, el primer mapa térmico de la superficie, aunque parcial y muy limitado en longitud de onda. Las imágenes de alta calidad obtenidas por DS1 supusieron el comienzo de la  “geología” cometaria. El núcleo, como el del Halley, era muy alargado (con una razón de ejes superior a 2:1) y parecía indicar que en realidad estaba formado por la acumulación de varios cuerpos. Este descubrimiento favorecía el modelo de formación conocido como “pila de escombros”, basado en el supuesto de que el cinturón del Kuiper, donde se formó Borrelly, era en sus orígenes una región dinámicamente inestable y con colisiones frecuentes.

Además, las imágenes tomadas por DS1 mostraban la clara presencia de chorros de partículas de polvo. En mi opinión, ese es otro de los principales resultados de esta misión. Esas imágenes se siguen utilizando para obtener información a partir de modelos hidrodinámicos complejos del polvo, comparando distribuciones de densidad teóricas con las observacionales. Información que posteriormente se utiliza para describir las primeras fases del acrecimiento en el Sistema Solar así como para interpretar las imágenes ópticas tomadas desde la Tierra. Otro resultado importante fue la estimación, por primera vez en este tipo de objetos, de las características superficiales: Borrelly mostraba una superficie muy rugosa, con pendientes medias que podían alcanzar los 55º. Más adelante intentaremos sugerir la importancia de este resultado.

Unos meses después del lanzamiento de DS1, el 7 de febrero de 1999, NASA lanzó la misión Stardust con el objetivo de capturar partículas de polvo tanto de origen interestelar como del entorno del cometa Wild 2. Esta misión, la primera diseñada para traer muestras de una región más allá de la Luna, proporcionó una gran cantidad de material cometario y confirmó, sin interpretaciones o ambigüedades, que Wild 2 incorporó durante su crecimiento una cantidad importante de silicatos cristalinos. El hallazgo de estos compuestos, que requieren temperaturas de formación muy altas, exigía que los modelos de formación de discos protoplanetarios contemplaran la circulación de material a gran escala desde las regiones más calientes del Sistema Solar a las más frías, donde se formaron los cometas. Hasta la fecha sabemos que esa circulación existió pero no qué mecanismos la produjeron y en qué escalas de tiempo.

El análisis de las muestras de polvo también permitió, en un trabajo minuciosamente ejemplar, la detección de glicina y de hidrocarbonos aromáticos complejos, isotópicamente parecidos a los encontrados en partículas interplanetarias recolectadas en la estratosfera. Ambos resultados reavivaron la idea que ya expuso Oró en los años 60 del siglo pasado sobre la importancia del material cometario en la química prebiótica de la parte interna del Sistema Solar. 

Otro resultado con importantes implicaciones proviene del análisis de varias de las inclusiones ricas en calcio-aluminio, CAIs en inglés. Las CAIs encontradas en meteoritos se consideran los fragmentos más antiguos del Sistema Solar y se han utilizado para fechar su origen en 4.670 millones de años. Ello se hace a partir de la determinación de abundancias de materiales radiactivos y de sus productos. El análisis de las CAIs encontradas en el polvo de Wild 2 indica que estas no incorporaron gran cantidad del elemento radiactivo 26Al (aluminio 26), pues no se ha detectado 26Mg, (magnesio 26) elemento al que decae el 26Al. Esto indica que se formaron después que sus homólogas asteroidales, que lo hicieron en una región con escasez del elemento radiactivo o bien que el esperado exceso de magnesio se ha diluido con el tiempo. Esas tres posibilidades son en realidad poco probables, por lo que la pregunta queda abierta. La no inclusión de elementos radiactivos, por la causa que fuese, tendría importantes implicaciones en la evolución térmica cometaria. Durante muchos años se ha estado argumentando que si bien los cometas, al ser fríos y de baja masa, deben ser de los objetos menos evolucionados del Sistema Solar, el calor generado por el decaimiento radiactivo habría, en cualquier caso, alterado su estado original y, por tanto, no serían prístinos. De hecho, la incorporación de 26Al en cantidades de la nebulosa solar sería suficiente para transformar el hielo de estado amorfo (original) a cristalino, lo que liberaría gran parte de los posibles elementos más volátiles que estaban atrapados inicialmente en la estructura amorfa. Según esa idea, los cometas no nos podrían informar directamente de las abundancias primigenias. La no detección de 26Al en las CAIs del Wild 2 reabre, por tanto, el debate sobre el carácter prístino cometario.

Tras el éxito de DS1, NASA tenía previsto el lanzamiento de una nueva misión con una mayor carga científica. Así, en julio de 2002 se lanzó la misión Contour con el objetivo de sobrevolar tres cometas diferentes. Desafortunadamente esa misión se malogró al fallar, posiblemente, el motor cuando se pretendía ponerla en camino hacia el primer cometa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La siguiente misión cometaria fue la famosa Deep Impact (NASA). Esta misión tenía por objetivo el estudio de la superficie del cometa Tempel 1, para lo que lanzó contra su núcleo un impactador de 370 kilos. Sobre esta misión se ha escrito mucho, de sus buenos resultados y quizás merezca la pena planteárselo desde el otro lado. Como sabemos, la misión fue todo un éxito tecnológico y el impacto se produjo el día 4 de julio del 2005. Además, los instrumentos embarcados en DI también nos dejaron una gran cantidad de datos que aún hoy se están analizando. Digno de mencionar es, por ejemplo, la obtención del primer mapa de temperatura completo de la superficie de un núcleo cometario. Como se ha repetido o insinuado en varias ocasiones a lo largo de este artículo, una de las cuestiones fundamentales relacionadas con los cometas es la información que nos pueden proporcionar en relación a la formación del propio Sistema Solar. Muchas de las determinaciones, realizadas desde tierra, de abundancias de los distintos compuestos observables en las comas y colas cometarias tienen ese objetivo último. Pero para interpretar correctamente las abundancias se ha de conocer cómo es la evolución térmica cometaria, y el mapa de temperatura obtenido por DI nos ha proporcionado un conjunto de datos único con el que verificar los modelos termofísicos cometarios, aquellos que describen cómo evolucionan física y térmicamente los núcleos cometarios con el tiempo. Avanzo que, hasta la fecha, no hemos sido capaces de explicar los datos térmicos obtenidos por Deep Impact y aprovecho aquí para hacer un poco de autocrítica. A veces, uno se tiene que enfrentar a los argumentos de quienes están en contra de la exploración espacial, que los hay. En mi opinión, la exploración espacial es necesaria, pero también es necesario hacer y dedicar los esfuerzos que se requieren para extraer toda la información que contienen los datos. De otra manera se resta fuerza a cualquier argumento en favor de la exploración espacial. Hecho este paréntesis y volviendo al mapa de temperatura que obtuvo DI, el primer análisis realizado sugiere que la inercia térmica, magnitud fundamental que controla la cantidad de calor que el cuerpo dirige hacia su interior y emplea en producir los elementos observables en la coma, es muy pequeña –inferior a cien en unidades del sistema internacional–. Sin embargo, un análisis detallado muestra que en realidad esa inercia térmica, por sí sola, no explica todo el mapa de temperatura obtenido por DI, sino solo el de la región más caliente. La zona más fría muestra que hay diferencias de temperaturas de hasta 40 grados entre los datos medidos y los resultados del modelo térmico. De hecho, sería posible mostrar que una inercia térmica un orden de magnitud superior a la indicada “explica”, matemáticamente, mejor los datos. Pero un ajuste matemático no implica realidad física y por tanto, y en mi opinión, la naturaleza térmica cometaria es hoy otra cuestión abierta. Es posible que la discrepancia de 40 grados se pueda deber a un efecto de la rugosidad de la superficie (si recordamos, Borrelly nos mostró que su superficie era altamente rugosa y la rugosidad puede ser una “fuente” extraordinaria de energía superficial al producir autocalentamiento por reflexión y captación de la energía radiada en el infrarrojo térmico) pero eso no se ha intentado todavía: ¿por qué? ¿hay que dedicar un tiempo que no se tiene?

Otro de los datos esperados de DI era la determinación del tamaño del cráter que produjo el impactador, para discernir si se trataba de un cuerpo con tensión interna o, por el contrario, uno dominado por gravedad. DI, debido a la nube de polvo que se produjo tras el impacto y a la brevedad del encuentro, no pudo determinar el tamaño del cráter.  Para ello, NASA ha rebautizado la misión Stardust como NExT, con el objetivo de visitar de nuevo el cometa Tempel 1, tomar imágenes del núcleo y estudiar los cambios en su superficie. Los datos de esta misión, que ya han sido tomados, se están analizando actualmente.

En 2007 Deep Impact fue rebautizada como Epoxi, extendiendo su utilización. Los nuevos objetivos de la nueva misión eran, por un lado, observaciones de exoplanetas y, por otro, la visita al cometa Hartley 2, que se produjo en noviembre del 2010. Los datos que Epoxi nos ha dejado de Hartley 2 son algo misteriosos. De nuevo, el núcleo aparece como un cuerpo muy alargado, como formado por varios cuerpos: ¿por qué muestran esta forma los núcleos cometarios? ¿evolución o formación? Pero quizás la pregunta más importante que nos ha dejado Epoxi se relaciona con el dióxido de carbono, que no se puede observar desde Tierra debido a la atmósfera. Se ha podido determinar que la cantidad de dióxido de carbono observada en Hartley 2 es sesenta veces mayor que la cantidad de monóxido de carbono. Esto nos dice que la parte externa del Sistema Solar tenía mucho más oxígeno de lo que predice cualquiera de los modelos de discos protoplanetarios. Algo no encaja y sin Epoxi podríamos no saberlo.

Pero ¡no se vayan todavía, aún hay más! Próxima misión: Rosetta.

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